sábado, 6 de enero de 2007

El puerto, la ciudad y sus gentes

Cuando la gabarra toco este puerto todavía a medio construir, a espaldas de una ciudad entre dormida que se resiste a despertar de su sueño, eternamente húmeda, envuelta por una bruma persistente y densa, al mirar hacia atrás mis recuerdos volvieron sobre la estela aún dibujada en las aguas de este río inmenso de color león y bermellón, y me llevaron otra vez al otro lado del Atlántico, a la tumba de mis padres detrás de la iglesia construida por los caballeros de la Orden del Temple allá por el siglo XI, y al umbral del viejo lazareto que ahora sólo alberga alienados entre los cuales está encerrada para siempre mi pobre hermana María Luisa, a la que abandoné porque ahora no puedo hacer nada por ella.

Supe entonces, en ese instante, que sólo había para mí el futuro y la alevosa encrucijada de lo desconocido en estas tierras donde dicen que el dinero crece de los árboles y cae a la calle como fruta madura.

Desde siempre, supuse que mi vida era prisionera de un sueño, soñado en otro tiempo y en otro lugar, por otro ser ajeno a mi propio ser,  del cual yo sólo su prisionero, decidí aceptar lo que vendrá, construyendo mi destino y al mirar hacia adelante, recordé haber soñado alguna vez y no se bien cuando; que recortado sobre el anfiteatro natural que forman las montañas de los Pirineos, más allá de la verde pradera que se extiende lejos de las últimas casas de piedra de mi pueblo, se erige sobre un promontorio una piedras que adoptan la figura de un demiurgo, que con todo por hacer, señala el camino y entonces supe.


O creí saber....

El paisaje de este puerto aún a medio construir, a espaldas de una ciudad que dormida por el arrullo suave del oleaje de este río inmenso de color león y bermellón;  que se resiste a despertar, una ciudad húmeda, siempre envuelto por una bruma espesa y densa,  y los ecos de las voces entremezcladas de mil lenguas distintas, los llantos de los niños, las risas nerviosas de otros tantos que como yo llegan a un lugar desconocido, se superponen sin lógica, ni orden frente al mostrador de una aduana sombría, atendida por alguien tan gris como el guardapolvo que usa para  sellar papeles; mientras señala entre displicente y malhumorado el camino aquel que luego de traspasar unas rejas de hierro altas pintadas de negro nos llevará hasta ese edificio circular de madera, que llaman "Hotel de los Inmigrantes", donde tendremos albergue y comida gratis por tres días...

Acompañado o arrastrado en medio  de esta auténtica marea humana que se desplaza a paso lento, los recuerdos me devuelven al otro lado del Atlántico, mis pensamientos quedaron allí y descubro en los rostros ajados las marcas en la piel del dolor y el desamparo de todos estos, que como yo tuvieron que huir del hambre, de la miseria, de la persecución, de  la intolerancia a lo distinto, de los progroms de la Europa del Este o tan sólo de los que como yo se atrevieron a ejecutar el crimen del pensamiento, y ahora buscamos un lugar en este mundo nuevo.

Las imágenes borrosas de una ciudad entrecortada por la bruma, parece lejana, poco a poco, se distinguen nítidas ante mis ojos, y  los ojos de los otros recién llegados,... intrigados, absortos, presos de mil interrogantes  nos agolpábamos 
tras las altas rejas de hierro pintadas de color negro que rodean esta construcción de madera redonda que llaman "Hotel de los inmigrantes", para ver las primeras imágenes de esta ciudad... 

Entonces, ¿fue entonces? Que intuí que todos los que me rodean, al igual que yo intuyeron que esta ciudad nueva a la que acabábamos de llegar,y que nos dio cobijo,  escondía dentro de ella, también otros secretos.

Decidido a develar los secretos ocultos que esta ciudad, esconde, simula  y silencia, dentro de sí,  en sus entrañas,  me propuse deambular por sus calles, ver sus paredes,
 conocer a sus gentes, sus casas, mirar a los ojos de estas gentes tan distintas a mi y escuchar con atención los ruidos que nacían de sus interior de esta ciudad que recién ahora se despertaba, para poder entender, sus entresijos.

Sin quererlo, o sin saber bien por qué, recordé el relato aquel de la toma de la Bastilla que me contaba mi abuela, la caída de la odiada monarquía y del fracaso de la revolución de 1798 y si en algo se equivocaron Maximilien de Robespierre; Luis León de Saint -Just y los hombres que se reunían en el viejo edificio de la calle de Saint Jacob donde está construido el edificio que albergaba el convento de los Dominicos;  es que todos ellos incorruptibles, y presos de la fiereza del valor que le asignaban a sus palabras, decididos a todo, por sobre todo y todos los demás,  a pesar de todos los otros, carentes de un tiempo lógico para meditar acerca de sus actos, con la meta final de cambiar el mundo, hicieron siempre lo que creyeron debían hacer, sin medir acerca de las consecuencias de sus actos. 

Me percaté así de que el verdadero y siniestro destino de los hombres es equivocarse y no tener tiempo.

Igual que el destino de los hombres que habitan esta ciudad y su campaña, que usan como emblema una boina blanca y unas tres cintas  rosa, verde y blanca y del hombre que es su jefe... un hombre que vive solo, como un ermita asceta, en una pieza de alquiler que tiene una cama, un ropero, una mesa y una silla, en una casa sencilla, ubicada más allá del barrio de Montserrat y Balvanera, frente al Mercado del Sur del Alto, poco antes de llegar a la estación de tren llamada Constitución y que está en plena construcción, sobre las últimas cuadras de la calle Brasil.


El hombre que nunca habla y del que todos hablan, el hombre que hará diez revoluciones sólo con el apoyo de su pueblo hasta poder llegar al poder, el hombre del misterio, el hombre al que llamarán también el templario de la libertad.

Nunca sabré si fué obra del destino, o el sabio consejo de los hermanos de mi logia de Tarbés, los que me empujaron hasta esta ciudad, siempre  humedad, cubierta de una pesada bruma, a espaldas de un puerto aún a medio construir, arrullada por los sones del oleaje de las aguas de un río inmenso de color león y bermellón, que dormida por el arrullo del oleaje, se resiste a despertar.


Una ciudad extendida hacia la pampa, que tiene al norte un barrio nuevo construido sobre las barrancas después de la fiebre, la cólera y la peste, y que fue copiado en su estilo para que allí vivieran los poderosos y que es igual a París.

Me supe extraño aquí, entre estas gentes tan distintas entre sí unas de las otras, pero esa otredad es como la que dicen sintió un rabbí en Praga la noche que cruzando el puente de Carlos IV se encontró con el Golem, o la de ese judío errante que caminando por las callejuelas de la judería de Sevilla se cruzó con el carruaje que transportaba al Fraile Benedictino  Tomás de Torquemada, Primer Inquisidor General,  acompañado por un séquito de monjes aquel aciago día, el 2 de agosto de 1492, el día que Fernando de Aragón e Isabel de Castilla firmaron el bando de expulsión de los judíos de España a menos que se convirtieran al cristianismo, el día aquel que les prohibieron hablar y escribir en djudeo-espanyol גודיאו-איספאנייול

Esa extrañeza de la que hablo, esa que siento, es la que nace del asombro, del miedo a lo desconocido, que es el mismo miedo que sentí la noche que tuve que huir de París, o el que me atravesó y me azoró cuando la conocí Paulina,  el que me asalto el alma el día que nació mi hijo Nicolás, o la del día aquel que desembarque de la gabarra en el malecón de este puerto aún a medio construir, con sólo un petate de ropa y casi sin dinero, en una ciudad siempre húmeda como arropada por una pesada bruma que todo lo envuelve, una ciudad que dormida por el arrullo del oleaje de un río inmenso de color león y bermellón, se resiste a despertar, se extiende hacia 
 hacia la pampa infinita e indómita.

Una madrugada de junio, cuando el frío cortaba la piel y calaba los huesos, muchos años después de esos relatos de cuando llegue, al salir de trabajar del restaurant, me asaltó un vértigo distinto: 


- Para que se saque la grande don-, 

Me dijo aquel querubín sentado en el umbral de entrada, y yo que ahora y sólo ahora con el peso de los años encima del cuerpo, creo más que nunca que los hombres se equivocan y no tienen tiempo como me contaba mi abuela, y le compré un billete de la lotería, no porque me interesara el juego, sino porque sé lo que es pasar hambre y frío a la madrugada, y porque aprendí con los años, a pesar de todo, que en esta ciudad el dinero no crece de los árboles y no se lo recoge de la calle, y sin atinar siquiera a decirle o contarle a él y a los que me quieran escuchar, que yo que nací en Tarbés la capital de la comarca de Bigorre, en los Hautes-Pyrénées, en los confines de la gascunia en una casa antigua de piedra frente a una iglesia que construyeron los Caballeros de la Orden del Temple en el Siglo XI, detrás de la cual se encuentra el cementerio en el que está la tumba de mis padres, y de donde nace un sendero casi olvidado por el pasto porque son muy pocos los que lo transitan y que conduce al antiguo lazareto, que hoy alberga sólo a unos cuantos locos entre los cuales quedó encerrada para siempre mi pobre hermana sin que yo pueda hacer nada por ella, por ahora para mitigar su dolor.

Desde el día que esa gabarra me depositó hace casi cuarenta años en ese puerto a medio construir de esta ciudad; con tan sólo un atado de ropa, casi sin dinero, a pesar de todo lo que me tocó vivir, la grande ya me la había sacado, es decir, que la suerte me había tocado con su vara y me acompaña como a muchos de los que como yo alguna vez formamos parte de esa extraña y densa marea humana que hablaba en forma superpuesta mil lenguas distintas, unas sobre las otras, huyendo del hambre y la miseria, de la opresión, de los progroms de la Europa de Este o de los que como yo se atrevieron a cometer el crimen del pensamiento. Porque salvé mi vida cuando huí de noche de París, guiado por el consejo de los hermanos de la logia, y cuando la conocí aquí en esta ciudad que alguna vez llamaron Santa María de los Buenos Ayres a Paulina, cuando nació mi hijo Nicolás, y cuando supe con el saber que entregan los años que la soledad a veces se hace más llevadera cuando de noche se escuchan los acordes tristes y melancónicos de un bandoneón, con una guitarra y un piano entremezclados con los ecos de los ruidos que nacen de entre las entrañas de esta ciudad hermosa, que es igual a tantas y sin embargo distinta de todas las otras, de una ciudad de veredas angostas y calles de empedrado desparejo, que nació de espaldas a un río que tiene un puerto aún a medio construir, que siempre se duerme arrullada por el oleaje sin fin de este río inmenso de color león y bermellón, que se resiste a despertar, que se extiende hacia la pampa infinita y que tiene al norte donde nacen las barrancas un barrio nuevo construido después de la fiebre, la peste y la cólera cuando los poderosos se mudaron de Catedral al Sud para que vivieran allí y que es una copia igual a París.

Una ciudad que todo lo envuelve, una ciudad que todo lo atrapa, una ciudad que todo lo devora, haciéndolo suyo para siempre, todo tan lentamente como comenzó dándole una nueva entidad y así será siempre, tan lentamente como comenzó, así,... siempre así, hasta el infinito.

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